Antipostales por Navidad
Los deseos de escapar por Navidad suelen llegar más o menos cuando los villancicos invaden el hilo musical de los supermercados.
O cuando el primer petardo retumba en la estrecha calle donde vivimos y todos damos un respingo en casa.
Es entonces cuando reaparace la idea de coger la mochila, subir al coche y conducir hasta algún lugar donde la Navidad, sencillamente, no exista. Donde pueda ser -ya no sólo ignorada- sino también olvidada.
De ahí las antipostales que me envío por Navidad cada vez que puedo.
Éstas llegan de Marruecos, sin villancicos, petardos, lucecitas ni compras de última hora.
La redundante navidad no se pasea por los callejones de estos pueblos. Tampoco las prisas o las compras absurdas.
Por no haber, no hay ni turistas en busca del mejor souvenir al “mejor” precio.
Compramos pan, naranjas y tomates a la vuelta de nuestra nueva casita y desayunamos en la azotea.
Al sol y en manga corta. Café, zumo y tostadas.
Otro café y el desayuno ha durado dos horas.
Aprovecho para fotografiar el pueblo desde aquí.
Me encanta la pequeña mezquita que tenemos de vecina.
Los primeros días me despertaba de madrugada con la llamada del Imam pero ya ni me entero.
A los cuervos también les encanta el pequeño edificio.
Entran y salen por su ventanuco y yo juego cada mañana a capturar su ir y venir.
Luego llegan unos pintores y montan un rudimentario andamio.
Los cuervos se van y yo sigo haciendo fotos de los trabajos.
Al día siguiente se repite el ritual: pan, desayuno, cuervos, segundo café y los pintores con su andamio.
De pronto uno de ello se fija en que les estoy haciendo fotos.
Yo sonrío y pido disculpas en árabe.
Ellos saludan, posan y me piden que les envíe las fotos a un email.
Nuestra única preocupación después del interminable desayuno es en qué playa desierta tomaremos el aperitivo.
Y así todo.
Me gusta que desde mi ventana se huela el mar y se escuche a los niños gritando en el patio del colegio;
que el mismo gato se cuele cada noche en la cocina para comerse las sobras;
tumbarme en un prado y que me rodeen las ovejas;
terminar compartiendo el almuerzo con un temeroso perro pastor;
que el antiguo café de los pescadores de Asilah siga abierto y que,
aunque ya no sea exactamente lo mismo que hace 20 años,
continúes encontrando a los trovadores ensayando.
En mis primeros recuerdos “navideños” la abuela toca la pandereta y baila por la casa mientras mi hermano y yo intentamos imitarla muertos de la risa; papá demuestra que la zambomba “funciona perfectamente” haciéndola sonar con tanta fuerza que tememos que la rompa; mamá coloca en su rincón de siempre el pino artificial que cada año es más difícil de enderezar y lo decora mientras se percata -otra vez- de que cada año quedan menos bolas; las navidades que nuestros primos se quedan a dormir son las mejores con caos de colchonetas, juegos y carreras; nunca nieva lo suficiente para hacer muñecos de nieve como los de las películas, pero los hacemos pequeñitos y luego los pisamos…
Y es que cuando huyo de la navidad no lo hago de los recuerdos porque no sé quién sería sin ellos, sólo escapo de la maldita parafernalia, de lo innecesario y lo forzado.